Vidrios rotos, de Miyó Vestrini

Aún tengo el rumor en mis oídos
de los pies desnudos
sobre vidrios rotos.
Y de una adolescente que golpea la suela de sus zapatos
contra la espalda del amigo moribundo.
La opinión general
era que debíamos entristecernos.
Pero sólo la gracia de la irreverencia
nos había tocado,
por arte de magia.
Seguíamos con la cabeza en el mismo lugar
en la perspectiva de un viejo grabado de Da Vinci.
Ellos eran buenos,
nosotros,
mejores.
Sobre el muro,
un letrero para la recompensa:
si ves a un negro durmiendo, no lo despiertes;
está soñando que es blanco.
La muchacha aplicada,
escribió debajo:
si ves a un blanco durmiendo, no lo despiertes;
está soñando que un negro lo viola.

Mi hijo,
mi pan,
mi amor.
Palabras simples de los que regresan a casa
y se echan a dormir,
para no tener que hablar.
Fugazmente,
miran por el balcón y se dejan gotear por la lluvia.
Pero la lluvia no pone fin
a ese eterno y aburrido cielo azul,
donde dicen,
alguien tiene el cabello sedoso
y unas alas de plumas de garza.
Quien lo carga encima,
cada mañana,
sabe de las comicidades del buen ladrón
que justifica el patrimonio celeste.
Sabe de cucas deterioradas y huevos sidosos,
castigados,
porque este no es tiempo de fervor.
Sabe de un hueco en las alturas,
de océanos pestilentes,
de tierras quemadas en ciclos colosos.
Fue la venganza de la venganza
aquel rumor de astillas en la noche.
Yo provoqué los sucesos cuando dije:
si puedes entender el dolor de un obrero,
¿por qué no entiendes el mío?

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